Pasaron varios meses hasta que le mandé las cintas. Al principio no quería enviarle nada fragmentario, y esperé hasta haber grabado toda la Odisea. Pero luego empecé a dudar de que la Odisea pudiera interesarle tanto a Hanna, y grabé lo que leí después de la Odisea, varios cuentos de Schnitzler y Chéjov. Luego estuve un tiempo aplazando el momento de llamar al juzgado en el que habían condenado a Hanna para preguntar dónde cumplía la pena. Al final reuní todo lo necesario: la dirección de Hanna, que estaba en una cárcel cercana a la ciudad en la que le habían juzgado y condenado, un aparato de casete, y las cintas, numeradas, de Chéjov a Homero, pasando por Schnitzler. Y por fin acabé enviándole el paquete con el aparato y las cintas.
No hace mucho encontré la libreta en que fui apuntando a lo largo de los años lo que grababa para Hanna. Se ve claramente que los primeros doce títulos están apuntados de una sola vez; seguramente empecé a leer sin orden ni concierto hasta que me di cuenta de que si no tomaba nota no me acordaría de lo que ya había leído. Algunos de los títulos siguientes llevan fecha, y otros no, pero aun sin fechas sé que el primer envío a Hanna lo hice en el octavo año de su condena, y el último en el decimoctavo. Fue cuando le concedieron el indulto que había pedido tiempo atrás.
Seguí leyendo para Hanna todo lo que me apetecía leer. En el caso de la Odisea, al principio se me hizo difícil concentrarme tanto como lo hacía cuando leía sólo para mí. Pero con el tiempo me fui acostumbrando. El otro inconveniente de la lectura en voz alta es que requiere más tiempo. Pero, a cambio de eso, lo que leía se me quedaba más grabado en la memoria. Aún hoy me acuerdo muy claramente de bastantes cosas.
Tardé mucho en atreverme a leer poemas, pero luego acabó encantándome y me aprendí de memoria una buena parte de los poemas que grabé. Hoy todavía puedo recitarlos.
(...)
Cuando empecé a escribir yo, le leía también cosas mías. Esperaba hasta haber dictado el manuscrito y revisado la versión escrita a máquina, hasta que tenía la sensación de que aquello ya estaba acabado. Al leer en voz alta sabía si conseguía el efecto deseado. Si no lo conseguía, podía revisarlo todo y volver a grabar encima de lo que ya estaba grabado. Pero no me gustaba hacerlo. Quería cerrar el círculo con la grabación. Hanna se convertía en la entidad para la que ponía en juego todas mis fuerzas, toda mi creatividad, toda mi fantasía crítica. Luego podía enviar el manuscrito a la editorial.
No hacía ningún comentario personal en las cintas; ni le preguntaba a Hanna cómo le iban las cosas, ni le contaba cómo me iban a mí. Leía el título, el nombre del autor y el texto. Cuando se acababa el texto, esperaba un momento, cerraba el libro y pulsaba la tecla de parada.
En el cuarto año de nuestra relación, al mismo tiempo tan abundante y tan parca en palabras, me llegó un saludo. «La última historia me ha gustado mucho, chiquillo. Gracias. Hanna.»
Era una hoja de papel pautado, arrancada de un cuaderno y con el borde cuidadosamente recortado. El saludo estaba arriba y ocupaba tres líneas. Estaba escrito con un bolígrafo azul que dejaba manchas. Hanna lo había empuñado con mucha energía; la escritura se marcaba por el reverso de la hoja. También la dirección estaba escrita con vigor: se marcaba visiblemente en la mitad superior e inferior del papel, que estaba doblado por la mitad.
A primera vista podía parecer que se trataba de la letra de un niño. Pero todo lo que la letra de los niños tiene de torpe y desgarbado, ésta lo tenía de violento. Se veía la resistencia que Hanna había tenido que vencer para formar letras con los trazos y palabras con las letras. La mano infantil siempre intenta escaparse para aquí y para allá, y hay que forzarla a ceñirse a la línea. La mano de Hanna no intentaba escaparse hacia ninguna parte, y el único imperativo era seguir adelante. Los trazos que daban forma a las letras eran discontinuos, acababan y empezaban en cada ángulo, en cada curva o bucle. Y cada letra era una conquista nueva, con una orientación distinta más o menos oblicua, y con una altura y anchura propias.
Leí el saludo y me sentí inundado de alegría y júbilo(...)
Después del primer saludo fueron llegando con regularidad los siguientes. Siempre eran unas pocas líneas, una fórmula de agradecimiento, una petición, más del mismo autor, o por favor nada más de ése, una observación sobre algún escritor, poema, historia o personaje de una novela, o un comentario sobre la vida en la cárcel. «En el patio ya florecen las forsythias», o «Me gusta que haya tantas tormentas este verano», o «Veo por la ventana a los pájaros juntándose para emigrar al sur». Muchas veces eran los comentarios de Hanna sobre las forsythias, las tormentas de verano o las bandadas de pájaros los que me hacían percibir esas cosas. Sus observaciones sobre literatura eran a menudo asombrosamente acertadas. «Schnitzler es perro ladrador y poco mordedor, y Stefan Zweig lleva el rabo entre las patas», o «Keller lo que necesita es una mujer», o «Las poesías de Goethe son como pequeñas estampas enmarcadas en oro», o «Estoy segura de que Lenz escribe a máquina». Como no sabía nada de todos esos escritores, Hanna suponía que eran contemporáneos, al menos mientras nada indicase lo contrario. En efecto, me sorprendió ver que hay mucha literatura antigua que se puede leer como si fuera de hoy; alguien que no sepa nada de historia puede creer que todas esas costumbres de tiempos pasados son en realidad las costumbres actuales de tierras remotas.
Nunca le escribí. Pero seguí leyendo para ella sin parar. Durante el año que pasé en América le enviaba las cintas desde allí. Cuando me iba de vacaciones o tenía mucho trabajo, podía tardar bastante en llenar una cinta. No establecí un ritmo fijo: a veces enviaba una cinta cada semana o cada quince días y otras veces al cabo de tres o cuatro semanas. No me planteaba la posibilidad de que Hanna, ahora que sabía leer, quizá ya no necesitase mis cintas. Que leyera también por su cuenta si le apetecía. Pero la lectura era mi manera de dirigirme a ella, de hablar con ella.
Tengo guardados todos sus saludos por escrito. La escritura va cambiando. Empieza forzando a las letras a alinearse todas en la misma dirección oblicua y a adoptar la altura y anchura correctas. Una vez conseguido eso, se hace más ligera y más segura. Nunca suelta. Pero adquiere algo de la severa belleza propia de la letra de los ancianos que han escrito poco en su vida.
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